Al terminar la entrevista, el Vicepresidente de Asuntos Académicos de la Universidad me preguntó:
-¿Profesora Laureano, tiene algo más que añadir, alguna cosa importante? Si vamos a comenzar una relación profesional, sería bueno que me dijera algo que usted no quiere que yo me olvide.
-Sólo dos cosas, le comenté.
-Dígame, en confianza.
-Si me llaman al trabajo, diciéndome que mi hijo está enfermo, sabe que se lo notificaré responsablemente, pero no es que le esté pidiendo permiso. Yo tomaré mi cartera y me iré de inmediato.
El hombre se sonrió y asintió conforme, diciendo “hecho”.
-Además, le dije, como sabrá, soy cristiana, nunca se burle o haga algún comentario despectivo sobre mi Dios o mis creencias.
Noté la seriedad en su rostro, se quedó pensativo, pero asintió finalmente y cerramos la entrevista con un apretón de manos.
Nunca, y quizás a diferencia de otras personas que habían diferido con este mi antiguo jefe, tuve contratiempos con él. Nunca lo escuché o vi faltar a aquel acuerdo al que habíamos llegado.
Cuando renuncié a ese trabajo, para irme a otro en mejores condiciones, lo vi hacer un esfuerzo por conservarme en ese empleo. Lo escuché desearme lo mejor en mi nuevo empleo, cuando no acepté quedarme.
El día de mi despedida, también lo escuché recordar esa conversación, de manera memorable, poniendo la misma como un ejemplo de lo que es respetar nuestros principios, por encima de todo.
¡A Dios sea la Gloria!
La enseñanza que aprendí, es que podemos decir nuestras cosas importantes, sin temor a lo que piensen los demás. Cuando defendemos lo que para nosotros no es negociable, realmente lo que estamos haciendo es mostrar a los demás el camino para tratarnos con respeto. ¿Y saben qué?, funciona.
Quizás tú no lo sabes porque no lo has llevado a la práctica. Ten valor, sabe bien que nos traten con dignidad.